Por estas fechas, hace poco más
de once años, empezó mi andadura
profesional en el mundo de la farmacia. No me avergüenza decir que, nada
más entrar en la Facultad de Farmacia, a lo que menos pensaba que me iba a
dedicar era a la Farmacia Comunitaria. Es más, mis pensamientos eran del tipo
“que horror, detrás de un mostrador vendiendo cajitas”. De eso nada, yo me veía
más con mi bata blanca en un laboratorio o en un hospital analizando datos e
“investigando”. Para mí eso me parecía mucho más apasionante que ser
“vendedora”. No podía estar más
equivocada.
Al acabar la carrera estaba
bastante harta de estudiar y hacer exámenes. Y me lancé al mundo laboral. Probé
varios campos, entre ellos la visita médica e incluso me planteé la opción de
irme fuera de España, hasta que al final acabé detrás de un mostrador. Cuál fue mi sorpresa cuando este mundo tan
apasionante (al menos para mí) se
abrió ante mis ojos. Yo no era una vendedora, no señores. A mí acudía la
gente en busca de asesoramiento y consejo. Pero, ¿qué consejo iba a dar yo si
estaba recién salida del horno? ¿Con qué criterio podía yo decirle a alguien lo
que debía tomar y cómo? Estaba claro que con mi súper título de farmacéutica en
la mano, no estaba preparada para ello. Por eso decidí que había que formarse
más y que el mundo de los estudios no se acababa con el hecho de conseguir un
título universitario, tenía que seguir con mi formación.